martes, 2 de enero de 2007

JACQUELINE

¿Qué dirás esta noche, pobre alma solitaria,
qué dirás, corazón, marchito hace tan poco,
a la muy bella, a la muy buena, a la amadísima,
bajo cuya mirada floreciste de nuevo?
Charles Baudelaire.
Parecía un hombre sobrio y templado, un hombre sin preocupaciones y adinerado. Cabeza efébica, bebía todas las noches hasta estar al borde del coma etílico y de vez en cuando probaba a escribir versos de poeta maldito. Vivía en un barrio de la capital, vivía de alquiler que no pagaba porque no tenía dinero. El poco que tenía se lo gastaba en alcohol para intentar escribir poemas.
Cada día, con el aliento del alcohol, se iba a buscar un trabajo. “No eres el perfil que buscamos”, “no creemos que puedas desempeñar el cargo con cierta rigurosidad”, y tambaleándose, con los ojos inundados en el whisky, volvía a casa, abría una botella y se sentaba en el sillón a beber. A veces, cogía un pequeño cuaderno, o unos simples folios y en el borde empezaba a escribir sus versos con un fuerte olor a Malta.
Borracho de literatura, de versos y de bebida, aquel día decidió no salir de casa. Se quedó en su pequeño sillón de cuero, mesa empapelada de versos falsos, botellas vacías de alcohol. Miraba al techo maldiciendo su vida, recordando a aquella puta que conoció en un bar y a la que robó las medias o las bragas. Una puta a la que escribió unos versos cuando no estaba ebrio, “tus bragas vuelan sobre mí/ como un gorrión desahuciado en el ocaso”. Fumaron y bebieron, él, siempre al borde del coma etílico, ella, tuvo que ser ingresada de urgencia por cirrosis y murió.
Seguía bebiendo, ultimaba la última botella, lloraba a la puta, escribía tristes baladas en las etiquetas de las botellas y se acariciaba el bolsillo como buscando esa prenda robada, como si quisiera recordar el coño humillado y profanado una y otra vez de la puta o quisiera volver a acariciar las pálidas y largas piernas de la chica del lupanar. Echaba otro trago.
En la calle, los vencejos gritaban al ocaso, retaban a los murciélagos. Los colores sobrios y cálidos de la tarde que muere entraban por la ventana, recordando las luces de aquel puti-club donde el falso Baudelaire mató de amor a Jacqueline, de larga melena y fina lencería.
La recordaba entrando al baño de mujeres de aquel antro mal iluminado. La recordaba abrazado a él, con su falo entre las piernas de la prostituta, sentada sobre el lavabo, sudando los dos, llenando el espejo de vaho. La recordaba sellando sus labios con un amor prostituido mientras la acariciaba los pechos. Lo hacían rápido temiendo que alguien entrara. Se volvía a llenar el vaso y bebía.
Lloraba alcohol y melancolía, cogía entre sus manos el vaso ancho con poco whisky, lo cogía con delicadeza, como el cuerpo de la prostituta, lo acariciaba, lo bebía. Besaba el cuerpo de la prostituta como besaba el vaso. Jacqueline, dejó el vaso sobre la mesilla, al lado de la cama, y empezó a desnudarse. Un leve vello le recorría el pubis, un leve vello visible a través de aquella fina lencería, de aquel leve gorrión que ahora acaricia en su bolsillo. El falso Verlaine, o Baudelaire, se levanta hacia el baño, busca entre los cajones y los armarios, se refresca con agua fría la cara, mea, sigue buscando algo, abre un cajón aquí y allá, se lava las manos y por fin encuentra lo que quiere. Sale del baño y extiende a Jacqueline espuma y una cuchilla de afeitar. Le pide que se afeite el coño.
Sentado en el pequeño sillón de cuero, sigue bebiendo y recordando. Sentado en un pequeño sillón, contempla como Jacqueline se afeita el pubis, como cuida de no cortarse, como se sienta en una vieja y ruidosa silla de madera. El brillo dulce y homicida de la cuchilla corre por entre las piernas de Jacqueline. Bebe y bebe.
La copa dorada de la luna entra por la ventana, los murciélagos vuelan en el filo de la noche, la cortan o se cortan, esquivan los afilados cuchillos del crepúsculo en llamas. Gimen entre las sabanas, entre el olor del alcohol y el humo del tabaco y los porros. Las luces cálidas de la habitación dejan insinuar el cuerpo de los amados, de los amantes. La ropa de ambos a los pies de la cama, la braga o las medias de Jacqueline en el bolsillo del falso poeta maldito. Ahora lo hacen sin prisas, saben que nadie les interrumpirá, descansan, beben, fuman, se drogan, vuelven a hacer el amor, de lado, boca arriba, de distinta manera, prueban posturas, vuelven a beber y a drogarse.
El alcohol se había acabado, el falso Allan Poe miraba triste el techo de la habitación, miraba la puerta del baño, recordaba a Jacqueline -¿por qué no Alma o Gala?-, entrando mareada y borracha al servicio, la recordaba vomitando todo el alcohol y la droga de aquella noche. Volvía a la cama, desnuda y joven, muriendo de amor y de alcohol. Se tumbaba entre las sábanas, acariciaba el sexo de su pareja por una noche, se dormía sin saberlo. Otra nausea, otro mareo, otras ganas de vomitar y Jacqueline corre hacia el váter, desnuda y hermosa con los ojos hinchados, borracha de sexo, alcohol y tabaco. Vomita más noche, vomita sangre. El falso Baudelaire, entre las luces rojas y azules de la habitación intenta llamar por teléfono a una ambulancia. Jacqueline, o Alma o Gala, qué más da, (ya el alcohol y las drogas hacen su efecto) sale del lavabo con la vista perdida, con los ojos ausentes, aquellos ojos, aquella mirada bajo donde aquella noche, Baudelaire, o Allan Poe o Verlaine, o cualquier hombre triste hubiera florecido y que ahora, con Jacqueline tumbada en la cama, con los ojos cerrados, inertes, nadie hubiera sido capaz de decir nada, como en toda la noche. Ni siquiera aquel pobre alma solitaria.
Ya los púrpuras del amanecer le violan los ojos, despiertan a los muertos del cementerio, calientan las lápidas. Ya los vencejos madrugadores le avisan que esa mañana es el entierro de Jacqueline.
Apenas sobrio, con la mano en el bolsillo, de pie frente al féretro de la puta, llora alcohol y apaga el último cigarrillo de la noche en sus ojos. El epitafio rezaba “Jacqueline, Alma o Gala – Nadie nos dijo te quiero”. El pobre Baudelaire, el pobre alma solitaria, se desvanece en los claros del cementerio, en lo gris de las aceras. Saca su mano del bolsillo, extiende el brazo y tira las bragas o las medias de la muy bella, de la muy buena, de la amadísima, por una noche, Jacqueline, a una papelera.

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